Semana Santa

 

Jueves Santo

Recuerdos de Semana Santa

 

Jueves Santo... Uno de los tres días del año que brillan más que el sol...

Días de Jueves Santo de mi infancia...

Siempre me gustó volver de nuevo a los sitios donde estuve y donde viví sobre todo los primeros años de mi vida. Jamás he rehusado volver a un lugar por haber estado ya allí en alguna ocasión. Hoy es uno de esos días. Hoy he vuelto al pueblo donde me crié, al pueblo donde di mis primeros pasos, al pueblo donde viví mis primeras emociones, donde tuve mis primeros amigos, hoy por desgracia ya ausentes, donde aprendí mis primeras letras, y donde me enseñaron a rezar.

Rezar... en pocas ocasiones la oración se hace tan patente; en pocas ocasiones la oración se hace tan verdadera y sincera como cuando se mira a un Cristo con su cruz a cuestas cuando sale en procesión por las calles de nuestros pueblos y ciudades.

Noche del Jueves Santo en la Meseta: Zamora, Valladolid...y de GUADRAMIRO, mi pueblo, allá perdido en un rincón de la provincia de Salamanca, muy cerca ya de donde el padre Duero abandona España para adentrarse en las vecinas tierras portuguesas. En cualquier pueblecito de nuestra geografía se vive con singular fervor. En cada ciudad, en cada pueblo, se repite año tras año la conmemoración del sumo, del supremos sacrificio: La muerte de Cristo en la Cruz.

Días de Jueves Santo que llegan a mi memoria, Jueves Santo de mi niñez. Imágenes de mi pueblo, anónimas, no importa ni sé de que artista, mas parece que los ángeles, testigos de la pasión del redentor, hubiesen tallado con sus manos la cara de la Madre de Cristo mirando desconsolada a su hijo en la cruz. Ese Cristo agonizante mirando a su madre mientras de su costado manan las últimas gotas de sangre y mientras su boca a duras penas puede pronunciar las últimas palabras, palabras de perdón para los que le han clavado en ese madero. Ese sayón con los dados en la mano jugándose su túnica ajeno al dolor de esa virgen y de las piadosas mujeres que le acompañan a los pies de la cruz.

 

 

Procesión del santo entierro por las calles, las viejas calles de mi pueblo, tan sencillas como sus gentes, tan antiguas como sus tradiciones y tan firmes como la fe que muestran en sus costumbres. Por esas calles que conservan ese olor especial cuando llega la Semana Santa, he vuelto a pasar hoy. Es como volver sobre los pasos que di de pequeño por ellas, es como volver a revivir el pasado que nunca se olvidó. Es como si aún no me hubiese marchado.

Esos hombres duros, de piel curtida por el duro trabajo, los áridos vientos y el plomizo y agobiante sol del verano de la Meseta. Hombres y mujeres que pasan su vida mirando al cielo en demanda de una gota de agua que fertilice y fecunde sus campos, siempre hambrientos y sedientos de la indispensable ayuda del cielo. Al llegar estos días, en que se conmemora la pasión, muerte y resurrección del Señor, elevan sus ojos de nuevo para pedir perdón y arrepentirse de sus pecados. Ojos tristes y afligidos, como los de esa Dolorosa con sus siete puñales clavados que va tras el cuerpo exánime de su hijo en esa urna de inmaculados cristales.

 

Voces de esos hombres, voces duras, voces provenientes de ásperas gargantas acostumbradas a tragarse el polvo de los áridos y desérticos caminos, de los yermos páramos y pedregales de donde a duras penas extraen lo necesario para vivir.

Esas voces se elevan este día, afinan sus tonos cantando lo mejor que pueden y saben aquello de “Perdona tu pueblo Señor...” con la misma fe inconmovible, con el mismo sentimiento incólume que le transmitieron sus antepasados, y que ellos legarán a sus hijos.

Sus prístinas costumbres, sus tradiciones, sus imágenes, su supremo patrimonio cultural propio, son para ellos el mejor tesoro que año tras año, llegada la Semana Santa exteriorizan y manifiestan con orgullo y fe inconmovible.

Hoy he vuelto a estar entre ellos. Hoy me he vuelto a sentir uno más de ellos. Hoy he vuelto a revivir tantos y tantos recuerdos de mi infancia, recuerdos que parecían olvidados, pero que aún perduran en lo más hondo del sentimiento, del alma.

Hoy he vuelto a estar con ellos, a cantar con ellos, a rezar con ellos, a ser uno más de ellos. Hoy he vuelto a sentir con ellos la fe de mi niñez, que ya creía perdida, la fe que mi madre me inculcó ante aquel Cristo yacente con su costado abierto, aquel Cristo que visitábamos en la iglesia de Guadramiro el Jueves Santo por la noche, cuando el templo estaba casi en penumbra, apenas iluminado por las velas que acompañaban a la Dolorosa en su altar.

Hoy he vuelto a sentir aquel olor a incienso, a escuchar el eco del sonido de mis pasos sobre las losas de piedra de aquella iglesia silenciosa, el crujir se sus viejos bancos de madera al arrodillarme a rezar una oración ante aquel cristo Crucificado.

Hoy he vuelto a sentir la emoción de volver a ocupar el viejo banco donde oía misa en mis tiempos de niñez, donde recibíamos la catequesis de Don Iñigo, el viejo cura que me bautizó, el que me dio la Primera Comunión, al que tantas veces ayudé a misa en aquel altar que tengo de frente. De volver a visitar la vieja sacristía, con sus muebles destartalados, pero que siguen aguantando impertérritos el paso de los años.

 

 

He vuelto a rezar ante ese monumento al Santísimo Sacramento, adornado con las mejores galas, con las primeras flores de la primavera, iluminado ahora y resplandeciente y en otro tiempo apenas en la penumbra de la multitud de titilantes velas que le alumbraban durante toda la noche

Mañana viernes, Viernes Santo, serán las Siete Palabras, como dice la gente de mi pueblo: “El Viernes son las Siete Palabras”

A las doce de la mañana los sucesivos toques de una carraca desde el campanario de la iglesia irán marcando el tiempo que falta para que salga la procesión. Al último toque todo el mundo estará a la puerta de la iglesia.

He vuelto a recordar también cuando yo, como monaguillo, subía a la torre a tocar la carraca, aquella enorme carraca que se tocaba desde el campanario para que sus ecos llegasen a todos los lugares de Guadramiro, una enorme carraca mucho más grande que la pequeña que sustituía a la campanilla en el interior de la iglesia. Aquella carraca había que agitarla entre dos personas, era descomunal para nosotros, pero aún así, nos esforzábamos por extraer de ella aquellos monótonos acordes de sus cuatro enormes anillas metálicas impactando contra la madera de haya.

Cuando dábamos el tercer toque, “el completo”, bajábamos corriendo, levantando nuestros rojos hábitos de monaguillo para no tropezar, aquella oscura escalera de caracol de un sinfín de peldaños que creo que alguna vez llegué a contar pero que ya no recuerdo, para ponernos rápidamente a la cabeza de la procesión, que ya había comenzado a caminar, a ambos lados del señor cura y llevando de la mano los cordones del pendón que abría la marcha detrás de la cruz procesional.

Aquel día, a mediodía de aquel Viernes Santo, que recuerdo casi siempre luminoso y primaveral, nadie quedaba en sus casas. Todo el pueblo acompañaba a aquellos cuatro sencillos pasos, a aquellas cuatro sobrias y austeras imágenes hasta la puerta de la ermita, a las afueras del pueblo, donde había un pequeño montículo, el único lugar sobreelevado de los alrededores, tal vez por analogía con el monte Calvario se había elegido aquel lugar. Al lado de la ermita, adosada a sus muros, está el cementerio, el camposanto. Hasta allí llegaba, sigue llegando cada Viernes Santo aquella pequeña procesión, aquel grupo de hombres, mujeres y niños cantando y rezando siguiendo a las imágenes de Cristo Crucificado, Cristo Yacente, la Dolorosa y la Cruz desnuda, por este orden. En estas cuatro imágenes, en estos cuatro símbolos que encierra el misterio de la Pasión de Jesús consistía la herencia cultural y religiosa de la Semana Santa que sus antepasados les dejaron.

Al tercer toque, el completo, ya estaban formadas las filas de la gente que iba a seguir la procesión. A la derecha, después de la cruz, las niñas de la escuela, a la izquierda los niños, detrás las mujeres y por último los hombres. Cual una orquesta de desiguales instrumentos se oían cantar aquellas canciones de penitencia. La voz timbrada de los niños y niñas, la afinada y melódica de las mujeres, y como contrapunto la desentonada, destemplada y grave de los hombres que marchaban atrás cantando aquello de:

Perdón oh Dios mío, Perdón e indulgencia, Perdón y clemencia, Perdón y piedad....”

En aquellas dos filas, las de la derecha, donde iban las niñas de la escuela, me parece ver aún hoy a esa niña, con su vestidito rojo, su chaquetita de punto y sus zapatitos de charol, a la que miraba de reojo procurando que nadie se enterara, nadie menos ella, que al sentirse contemplada furtivamente por mis ojos, volvía los suyos hacia otra parte ruborizada. Esa niña que sonreía cómplice y disimuladamente con su amiguita de la fila de al lado al sentirse observada por mí, hoy es la madre de mi hija. Hoy contemplamos ambos cómo ella, nuestra hija, ocupa el lugar en esa fila en la que un día estaba su madre.

 

 

Allí, ante la puerta de la ermita, don Iñigo, el cura párroco, con su particular voz de hombre bonachón, cual pastor que conoce cada uno de los rincones más secretos del alma de cada uno de sus feligreses, dirigía unas sencillas palabras a los allí congregados, palabras referentes a la pasión y muerte de Jesucristo, palabras que invitaban a meditar, a reflexionar, palabras llanas, parcas, sobrias y austeras, que calaban en las almas de aquellas gentes sencillas, que de pié, frente a aquellas cuatro figuras, dos a cada lado del estrado del predicador, estaban empapándose del ambiente de fe y devoción, piedad y recogimiento que se respiraba.

Por un momento cierro los ojos y me veo sentado allí, bajo el estrado desde que el sacerdote nos está dirigiendo la palabra, con mi sotana roja de monaguillo y mi roquete blanco inmaculado. Por un momento cierro los ojos y veo entre aquella buena gente a muchos de aquellos que se fueron, que reposan para siempre allí justo al lado, detrás del muro que tengo a mis espaldas, en el camposanto adosado a la ermita. Un pensamiento en forma de oración se eleva espontáneamente por ellos.

Gracias a ellos, a los que nos legaron estas tradiciones, me encuentro hoy aquí participando de este fervor, del fervor de la gente de mi pueblo, que me conmueve hasta lo más recóndito de mi esencia. Sin saber por qué, miro al cielo y agradezco estar viviendo esos momentos sublimes que me retraen a mi niñez.

El sacerdote termina su sermón. En el mismo orden que llegamos, volvemos de nuevo hasta la iglesia. Por el mismo camino, por la calle que lleva al centro del pueblo, baja la gente de nuevo cantando:

Pequé, ya mi alma, sus culpas confiesa, Perdón y clemencia, Perdón y piedad...”

Mi voz se une a la de ellos. Por un momento, absorto en mis pensamientos, me parecía caminar en la cabecera de la procesión vestido con una sotanilla roja y un roquete blanco llevando de la mano uno del los cordones del pendón. Creí que el tiempo no había pasado, que se había detenido, hasta que vi a mi hija al lado de su madre.

El domingo será día de Resurrección. Cristo, acompañado por los hombres, y su madre, la Virgen, acompañada por las mujeres, se encontrarán en la plaza del pueblo. Allí habrá alegría y júbilo, habrá regocijo y sonará la música. El señor Andrés Calles, el tamborilero, interpretará el himno nacional con su tamboril y su flauta en el momento del encuentro como lo hacía cuando yo era pequeño y observaba aquella ceremonia desde el campanario haciendo sonar las campanas.

La gente volverá a la taberna a tomarse su traguito de vino mientras comentan cómo viene la cosecha de este año, el precio del ganado y cómo ha cambiado la vida.

Yo participo con ellos en sus comentarios, pero por mis adentros pienso distinto. Pienso que en mi pueblo, al menos en Semana Santa, la vida no ha cambiado en cuarenta años.

Francisco Vicente de la Cruz