LOS ZORROS BENÉFICOS

 

Caminando por La Gudina se podían ver hace ya bastantes años unas poblaciones primitivas paupérrimas; sus habitantes manifestaban en sus elementales viviendas formas muy poco evolucionadas, casi infrahumanas. Aquellas gentes no habían intervenido en la historia, tenían apenas resuello para subsistir defendiéndose como podían; era la defensiva la tónica de sus vidas. Acosados por todas las partes no podían darse el lujo de consideraciones ideales, trascendentes. No había un ambiente adecuado para forjar leyendas.

Existían otros lugares que si habían tenido algún conato de historia en su vida colectiva, con actividades espontáneas o dirigidas por hombres de selección, ahora marchaban por otros caminos, habían derruido todas las construcciones representativas de esas etapas históricas y vivían modernamente al día con un sentimiento, unos procederes no precisamente antehistóricos sino antihistóricos. Iban deshaciéndose de las concreaciones que el espíritu en el curso de los siglos había creado y estaban en plan campamento abandonado, arrasando todo lo que la espiritualidad erigió a través de los tiempos y por donde podían llegar noticias de actos bellos, actos heroicos o actos de carga negativa. Todo lo que la historia nos dice hablando por las múltiples bocas de los edificios representativos ha sido barrido por los nuevos vándalos: la cándida ermita sustituida por el almacén, la bella capilla convertida en cochera, el palacio o casona antiguos, hecho barrancones. Es sin duda la antihistoria, la contrahistoria.

Pero ahí quedan Fermoselle, Ledesma, San Felices, Guadramiro…

Sus habitantes, conservadores de un local tesoro histórico tienen posibilidad de mirarse en él o influirse recíprocamente. En esos pueblos se pueden realizar hechos maravillosos que sólo saben saborear aquellos que tienen facetas de sensibilidad capaces de captarlas ondas emitidas por esos recónditos lugares que yacen en lo profundo, bajo el sedimento de los siglos.

Guadramiro con su palacio de los marqueses de Castellanos y Monroy, de tanto sabor, la ermita de San Cristóbal, la iglesia parroquial y aquellas calles que concurren de la iglesia a la plaza donde el tiempo habla a través de sus muros. Ese Guadramiro era un pueblo apto para absorber lo maravilloso y mantenerlo.

Guadramiro conservó unos bailes de tanto colorido, quizá los mejores bailadores de la comarca, guardó el sabor de sus edificios, retuvo las evocadoras espeteras en las portadas y en las cocinas de muchas casas, los vestidos de las mozas, que si no eran a diario atavíos de charra sí tenían una elegante nota de alusiones al indumento castizo.

El amor al ganado vacuno muy destacado. Quizá los mejores toros que se presentaban en los martes de Vitigudino fuesen en su mayoría de Guadramiro. Y esto en mucho por amor al arte; no sólo pesaban los factores económicos. Era Guadramiro Guadramiro un estupendo campo de cultivo de las notas ancestrales y un buen caldo para que los valores legendarios surgieran, destacaran y no se olvidaran.

El enamorado ve siempre en la amada valores que no existen para la miopía de los demás. El enamorado de los antiguos tiempos es capaz de ver en ellos aspectos velados para el pedestrismo primitivo y modernista, el uno casi animalizado, el otro especialmente materializado. Este pueblo nos habla en su leyenda del espíritu de las antiguas edades.

En aquella época había muchas encinas en Guadramiro, hacía Picones. El pastor había visto por las noches en aquellos encinares dos zorros machos en conversación. En invierno no podía detenerse para observar por causa del mal tiempo y el frío nocturno, pero en el verano los veía se paraba curioso y escondiéndose podía oírles ye entendía perfectamente todas sus palabras.

Algunas veces llegaba la liebre, daba las buenas noches y se enredaba en animada conversación con los raposos. Se maravillaba el pastor de que lo que hablaban los zorros, lo entendía bien aunque inmediatamente lo olvidaba, pero si la liebre lo repetía las palabras del zorro o de los zorros, quedaba su recuerdo perenne en su memoria.

Así una noche oyó y no se le olvidó que unas palomas volaban sobre los cuernos de la yunta de vacas del tío Casimiro. Esto ya era conocido pero no se sabía su significado. El pastor supo ahora por qué los zorros lo dijeron y lo repitió la liebre. Aquellas palomitas eran almas del otro mundo que pedían unas misas para salir del purgatorio. Dijeron el nombre de las personas que en su vida terrena eran las tales ánimas.

El ganadero hizo saber el deseo y la necesidad de las almas en pena. Les dijeron las misas y ya las palomas cesaron en sus vuelos de un cuerpo al otro de cada vaca.

El pastor fue bendecido por los familiares per se negó a decir por qué medio se había enterado de tales prodigios. De igual manera supo que si una gallina del tío Trasluces cantaba como un gallo significaba que muy pronto acabaría la vida del amo.

Así la familia convenientemente hizo lo posible para que el hombre, que era portador de un apodo tan significativo, abandonara sus malos hábitos y se pusiese a bien con Dios sin hacerle saber su próximo final que no se hizo esperar.

Los zorros hacían el bien que podían, aunque no siempre de una manera directa, sino algunas veces por mediación del guardador de ovejas o de otras personas.

Los zorros eran portadores de un alma humana, condenados a vivir en la tierra en cuerpo de zorro, hasta que hicieran directamente tres acciones buenas de categoría suficiente para purgarse de la poco edificante vida que llevaron cuando eran hombres.

Sus vidas habían sido un puro embuste, un constante engaño y allá en la región del bien no podían entrar sus almas hasta que no se limpiaran de la total mancha forjada en su existencia humana.

Dios tuvo compasión de ellos y no quiso lanzarlos a la eterna condenación. Quiso que volvieran a la tierra y que sus acciones le purificasen.

Y como su actividad terrena estuvo llena de astucias y raposerías, decidió el Padre Celestial que sus almas encarnaran en dos zorros, que formaran siempre pareja y que realizaran en común y directamente las tres acciones buenas. Al mismo tiempo que podrían realizar otros actos de caridad de forma mediata, con un intermediario adecuado. Los dotó además de una chispa de poder divino para descubrir aspectos de las cosas cuyo conocimiento no estaba al alcance de los humanos.

Tenían que hacer vida de zorros buscando su alimento en las especies silvestres, nunca en animales domésticos, que bastante daño habían hecho en sus haciendas a sus prójimos cuando eran hombres.

Debían guardarse de los enemigos, porque si morían, aunque ya hubieran realizado alguna acción buena, sus almas volverían a los cuerpos de otros zorros y deberían comenzar de nuevo.

La primera acción buena tuvo lugar en el río Yeltes:

Un tronco de árbol de buen tamaño flotaba en el río, amenazaba meterse en el canal que movía el mecanismo del molino y de alguna manera produciría una seria avería en el rodezno si no lo desviaban.

Los zorros se dieron cuenta del peligro que amenaza y del trastorno económico del molinero y no dudaron. Se lanzaron a nadar y empujando con la cabeza y con las patas fueron desviando el tronco del camino que llevaba. No lo dejaron en la orilla pues cualquier movimiento del agua lo podría llevar otra vez al canal del rodezno. Lo impulsaron hábilmente hasta el centro del río. La vena de agua que saltaba por encima de la pesquera arrastró el tronco que brincó también aumentando con el choque de su caída el estruendo de la cascada.

Cansados del esfuerzo se sacudieron el agua y se escondieron entre unas peñas. Agotados físicamente pero con las almas rebosantes de caridad miraron al cielo y suspiraron felices esperanzados. Vieron como en una celestial aparición la figura amante del buen Dios que parecía decirles: “¡Así, así!”.

En otra ocasión merodeando por el campo en busca de su elemental alimento, siempre de seres silvestres, vieron una niña desmayada en plena llanura y por encima de ella volando amenazadoras aves carnívoras, ávidas de cadáveres animales o humanos; volaban con peligrosa proximidad, urracas, cuervos, buitres.

Los zorros, que unían a la inteligencia del alma humana su astucia de raposos decidieron con rapidez el plan para salvar a la desamparada criatura. Uno de ellos quedó junto al desmayado cuerpo para espantar las alimañas voladoras y el otro llegó al pueblo más próximo, se hizo ver y espero  que su presencia fuera conocida por todos los vecinos que armados de garrotes y hasta escopetas, emprendieron la persecución del zorruno animal que no se alejaba demasiado de sus perseguidores y levantaba su larga y peluda cola para que no perdieran su pista. Pedradas y palos fueron lanzados contra el fugitivo y hasta algunos tiros llegaron a herirlo en la cola que movía a derecha e izquierda para que sin perderla de vista tuvieran dificultad para dar en el blanco. Corriendo y corriendo el zorro al llano donde yacía sin conocimiento la niña. Allí llegó también la turbamulta que al ver a la pobrecita, olvidaron la persecución; se dedicaron a atenderla.

Los perseguidores vieron bien el zorro que estaba junto a la niña y vieron como huía a su llegada en compañía del perseguido.

Llevaron la pequeña al pueblo a casa de su familia y después de las atenciones naturales fue recobrando sus fuerzas, su color, su salud.

-Menos mal que llegamos a tiempo, sino la zorra se la hubiera comido. –Era este el comentario de los que habían recogido la niña.

¡Pensemos en las zorras y en tantos hechos buenos que son mal interpretados! Ningún ser humano supo nunca la acción bienhechora de los zorros. Pero Dios sabía aquello, sabe todo de todas las cosas.

Caminaba una vez la pareja expiatoria por las afueras de un pueblo ya bien pasada la media noche, cuando vieron que los establos contiguos a una casa salía un humo un tanto sospechoso. –Esto terminará en fuego –pensaron-. Hay que avisar. Rápidamente decidieron y operaron. Subieron al tejado del gallinero. Retiraron unas tejas y por el agujero entraron. Las gallinas armaron un alborotado cacareo, los perros ladraron y los dueños se despertaron dándose cuenta del fuego que incipiente podría haberse transformado en fuego devastador. A la luz del fuego vieron salir del gallinero la pareja de zorros que se perdieron en la oscuridad de la noche.

-Fueron las zorras. ¡Malditas sean! Una de ellas llevaba el rabo encendido. ¡No habría que dejar ni rastro de esa casta! Así se expresaban y así nos expresamos ante ciertos hechos en apariencia malos pero que forman parte de la armonía universal.

Una tarde, ya puesto el sol, regresaba el pastor con su rebaño y entre unas matas vio y oyó hablar a la pareja de zorros y a la liebre que ya le eran familiares. Contuvo a su pequeño perro para que no ladrara y escuchó como siempre, oyó y entendió, pero inmediatamente olvidó.

11157548-979119135454767-4234093446702335799-o.jpg

Paraje de Guadramiro: la Peña del Carro

Se habían dado cita en la Peña del Carro, pero aunque el hombre entendió quedo borrada en el acto tal noticia. La liebre no había dicho nada. Llegó a los corrales con las ovejas, “apazconó” el rebaño lo mejor que pudo y notó con disgusto que le faltaba una res. Había que salir en pos del animal perdido.

Salió de casa y buscó por aquellos terrenos que en ondulada pendiente bajan desde Guadramiro hacía Picones y el río Yeltes que rugiendo entre peñascales camina hacia el Duero.

Aquella noche saldría la luna algo tarde, el ganadero marchaba bajo la luz de las estrellas, no podían ver los detalles. Caminaba el hombre aún con la insuficiente luz, en plena seguridad; sabía muy bien los caminos. De pronto el esperado plenilunio surgió allá lejos y se fue elevando sobre el horizonte. Ya estaba el campo bien iluminado. Ya podía el pastor mirar por acá y por allá en cata de la oveja perdida.

Atravesaba entonces una pradera con encinas sueltas. Unas manchas negras movientes se destacaban en el claro de la noche fuera de la sombra de las encinas: eran toros. De pronto uno de los de la manada empezó a bramar. ¡Muuh, muuh, muuh! Parecía sentirse en el mugido de la bestia el grito de los uros ancestrales, como un eco de los viejos tiempos.

La superficie de su cuerpo acusó la impresión y sintió que su piel era en aquel momento como carne de gallina. Parecía que se anunciaba el prodigio. Todo su sistema receptor estaba presto a captarlo. El toro seguía mugiendo y mirando al astro de la noche.

De pronto el caminante quedó paralizado, una voz humana del mejor timbre femenino se dejó oír:

Torito, torito, toro

Que pastas en las praderas;

Torito, torito, toro

Ya salió la luna llena:

Una bandeja de plata

Que va llorando sus penas.

¡Va llorando, va llorando,

Sus lágrimas son estrellas!

-¡El hada de los bosques, el hada de los bosques! –se encantó el pastor.

Captaba la maravilla el viandante nocturno, recibía la impresión del suceso que sin duda se produciría más veces, aunque los sentidos humanos no estén habitualmente capacitados para percibirlo. “¡Cuántas cosas, Dios mío, hay desconocidas por los hombres entre el cielo y la tierra!”. Así se ha dicho y cada día se ve más su verdad.

Siguió el pastor su camino pero ya no sólo en busca de la oveja, sino de todo lo inaudito que en aquella noche pudiera surgir. Sentía la atracción de lo misterioso, no tenía la más pequeña sensación de temor. Y siguió y siguió.

Puntualmente llegaron los zorros a un claro del bosque y subieron a una peña en medio del encinar. El pastor ignoraba la cita, lo había olvidado todo y se alegró de ver de nuevo a los raposos. Al poco rato llegó la liebre alegre y saltarina. Se dieron las buenas noches y juguetearon los tres, retozones, por las peñas entre las encinas.

Luego a la luz de la luna que iluminaba la escena, hablaron. El pastor, como se ha dicho, entendía todo y no se le olvidaba lo que dicho por los zorros repetía la liebre.

El ganadero a voces preguntó que donde estaba la oveja perdida. –Está “enzarcerada” en la raya de Picones, junto al Prado Grande –dijeron los zorros y repitió la liebre.

Fue el pastor al sitio indicado y allí estaba la oveja que librada de las zarzas fue llevada al redil. Con esto el hombre creería ya en todo lo que pudieran decir los zorros y transmitir la liebre.

Al pasar de regreso por la Peña del Carro vio otra vez a los tres animalitos.

-Hemos cumplido la misión de limpiar nuestras almas con tres buenas acciones que ya han tenido lugar. Repitió la liebre y el pastor retuvo las palabras.

Poco después se oyó como una música de ángeles, los zorros desaparecieron y de cada uno de ellos surgió una nubecilla que se fue elevando, elevando. Eran las almas humanas, que temporalmente vivieron en los zorros, que marchaban hacia el cielo.

La liebre los vio subir con las orejas tendidas hacia atrás. Luego se puso sobre las patas posteriores para decirles adiós por última vez. Al final lentamente echó a andar para meterse entre unas matas.

El pastor llegó a Guadramiro y refirió los prodigios de aquella noche y de noches anteriores. Sus palabras llenas de fe del creyente fueron aceptadas totalmente por sus convecinos.

Aquel año todo fue bien para el ganadero. Hubo muy buenos y abundantes pastos. Los corderos fueron respetados por la zorra y aun el mismo lobo respetaba también su rebaño como si Dios pusiera su mano sobre la hacienda de aquel hombre de bien.

127520917-3586695004741934-4218810199269838507-n.jpg

 

 

MANUEL MORENO BLANCO

En el Serano. Leyendas de la Gudina