DEL PUEBLO DE LA FANTASIA ( Historias para Alba)

 
 

 

Nací en una aldea a 67 lunas del Pueblo Grande. En general se conoce como el Pueblo del Teso Alto, pero para nosotros, los de allí, es El Pueblo de la Fantasía. No pretendas localizarlo en ninguno de esos cartelones atiborrados de redondeles, líneas, puntos, rayas y garabatos que llaman mapas. Por más que lo intentes no lo vas a conseguir. No solemos indicar su situación, para así evitar turistas curiosos, petulantes, engreídos e impertinentes que piensan que el universo les pertenece por llevar repletos sus bolsillos de papeles y monedas que llaman dinero¡Si supieran como nos reímos de su ignorancia!

A ti sí, mi niña, claro que te digo dónde está. Y más…, me encantará que vayas pronto a visitarlo.  Te sorprenderá tanto que desearás quedarte allí permanentemente. Retira esos librajos de la mesa, cierra los ojos y  abre la imaginación.  Pon atención y  verás cómo va destacándose tímidamente un contorno con forma de piel de zorra; junto a la oreja derecha,  brilla intermitentemente una estrella azul, y debajo,  con lucecitas centelleantes de colores chillones y fosforescentes aparece: PUEBLO DEL TESO ALTO y entre paréntesis con letras más pequeñas: PUEBLO DE LA FANTASÍA. Ahí está.

Mi pueblo es igual y distinto a los que conoces. Sus casas, sus gentes, sus calles… todo es igual y diferente. Los niños no; los niños, solo son niños.

Claro que en el Pueblo del Teso Alto hay escuela, ¿por qué lo preguntas?, ¡ni sé cómo se te ocurre!; si no,  ¿de qué iba yo a saber  tanto?.   En realidad la escuela del Pueblo del Teso Alto no era más que  cuatro paredes con tres ventanales por los que en invierno se colaba un frío azul con chispitas blanquecinas,  que te hacía tiritar y te llenaba las orejas de sabañones rojos y picantes. Había que quedarse con pasamontañas y guardar las manos en las “mangullas” de los jerséis.

En mi época, los inviernos eran desatentamente heladores, hasta que cansado del brasero de cisco, el Maestro de las Barbas Blancas solicitó de la Comisión para Asuntos Meteorológicos permiso para modificar la temperatura del viento del norte, que cada invierno se instalaba en el patio de la escuela y al que consideraba responsable de los sabañones en las orejas y de los chupiteles en los tejados.

Un jueves, a primera hora,  el Maestro de las Barbas Blancas habló con la maestra de la Cara Bonita, reunieron a niños y niñas en el jardín y a cada uno nos  dieron un  cogedor y un cubo con tapadera. Sin perder tiempo comenzamos a llenar de aire los cubos y a vaciarlos en las enormes tinajas colocadas durante la noche alrededor del patio.

Aproximadamente a la hora en que se adormilan las musarañas… la tarea había finalizado. Poco tardó en aparecer El Maestro de las Barbas Blancas quien,  con voz recia y engolada, nos informó que había estado dirigiendo las actividades desde la sala de operaciones. Al día siguiente, Canito, Gonza y yo, nos pasamos el recreo buscándola, por si nos valía para jugar al escondite,  pero no dimos con ella. Se lo había inventado; se había quedado dormido al calor del brasero.

A media tarde se presentó Sera, experto en ruido y pirotecnia, con una bolsa de pensamientos incendiarios, para prender el ramaje apilado junto a las tinajas.  Previamente, se revisó el catálogo de medidas de seguridad, y niñas y niños,  a la voz autoritaria del maestro de las Barbas Blancas, nos tendimos en el suelo boca abajo, con las manos apretadas contra la nuca, por si explotaba alguna.

Durante dos días, las llamas y el rescoldo fueron templando el aire de las tinajas. Al tercero el alcalde, con un ritual de mucha pompa, después  de dedicar unas palabras dirigidas al maestro de las Barbas Blancas, y a la tímida y ruborizada Maestra de la Cara Bonita, levantó las tapaderas y el aire templado y perezoso volvió a ocupar el lugar en que se hallaba anteriormente.   Desde entonces se acabaron las  mañanas de chupiteles puntiagudos, y sabañones colorados y picantes en las orejas.

Antes de este acontecimiento, el Maestro de las Barbas Blancas cuando  entraba a clase  se sentaba a la mesa de faldones pardos; con el  brasero  de cisco que le preparaba la señora Obdulia, se amodorraba en un santiamén. La cabeza comenzaba a bambolearse a uno  y otro lado, hasta que lo oíamos primero resoplar y luego roncar;  entonces, mandábamos al Farruco a primera fila para que avisara si se despertaba,  y comenzábamos a jugar a las cuatro esquinas y al escondite. Si el Maestro de las Barbas Blancas  abría el ojo derecho no pasaba nada, porque era muy miope y sólo alcanzaba a ver al Farruco, pero si era el izquierdo  no tardaba en darse cuenta del alboroto que teníamos montado; se levantaba, nos enseñaba la vara que colocaba debajo de sus nalgas para que no se la quitara El Trampas, la movía a uno y otro lado y terminaba descargándola sobre quien no hubiera tenido tiempo de sentarse en su pupitre. Nunca daba voces. Yo no sé cómo me las arreglaba que siempre me pillaba en la esquina más alejada de mi asiento. Tan pronto nos avisaba Farruco,  me tiraba al suelo y, a rastras, me escondía debajo de la primera mesa que estuviera libre. Si tenía suerte de que acertaba a pasar del lado del ojo derecho, me libraba, por lo de la miopía, pero si era del lado izquierdo, recibía doble ración de reglazos. Desde que el maestro de las barbas blancas se levantaba, yo comenzaba mentalmente a calcular las posibilidades  que tenía de salvarme. Según el número de filas que recorriera, me daba tiempo a realizar operaciones más o menos complicadas. Cuanto más complicadas, menos acertaba, así es que al final lo echaba a pares o nones, y tampoco acertaba. Era como una lotería. Los días del ojo izquierdo, por  la noche, al lavarme lavadito y ver mi culo colorado, mi mamá orgullosa exclamaba: ¡pero qué precioso es el culito de mi niño!, y le daba un par de besos. Yo, chitón, ni pio.

El Maestro de las Barbas Blancas no era malo, pero se había empeñado en conseguir que en la escuela hubiera orden. Era una manía que había traído de donde vino.

Al entrar a escuela, lo primero era presentar el sueño de la noche. Obligatoriamente deberíamos haber soñado uno para luego soltarlo y poder perseguirlo en el futuro. Quien no lo llevara iba derechito al cuarto de los trastos viejos, hasta la hora del recreo,  y se perdía la clase de Fantasía, que era fantástica.  A mí  con las prisas, en ocasiones,  se me olvidaban  entre las sábanas o en el cajón de la mesilla y tenía que pedírselo prestado a Canito o a Epaminondas, que solían  llevar alguno de reserva.  No se parecían a los míos, que destacaban por lo limpios y arreglados que los llevaba. Los suyos, ¿sabes?, de tanto tenerlos en la carteras estaban arrugados y con los dibujos descoloridos.

Después de describir  nuestros sueños,  salíamos al patio, los sacábamos de las carteras con cuidado para que no se rompieran, y los lanzábamos al aire. Los de Narci no volaban nada, enseguida se caían. Los de Floren, El Lechuga y  Vidal si echabas una carrera un poco larga terminabas cogiéndolos.  Había niños que los soltaban y no volvían a preocuparse de ellos.  Yo sí. Siempre sabía dónde estaban pero por más que los perseguía nunca los alcanzaba.

Después de los sueños  comenzaban las clases serias como Imaginación y Ensoñamiento, Conocimiento de la Utopía, que para que te hagas una idea consistía en perseguir algo que no existe, o la de Entelequia en la que nos enredábamos y no sabíamos casi ni cómo salir; a Canito tuve que sacarlo tres veces porque se atascaba en el principio y nunca llegaba al final.  Las que menos me gustaban eran la de los números y la de aprender los nombres de los señores importantes que ya no estaban.

También el Maestro de las Barbas Blancas nos ponía deberes para el  día siguiente, ¡no vayas a pensar!, aunque ya no eran como cuando llegó del pueblo de antes, empeñado en que tenían que ser  de números y de palabras. Estaba tan emperrado que hubo de llamarle la atención el alcalde, por no considerarlos adecuados ni al pueblo, ni a los niños, ni a las costumbres. Desde entonces ya nos los puso normales como: 

Dar un paseo en bicicleta. Haciéndolo en grupo, tenía que ser en competición, o no valía y teníamos que repetirlos al día siguiente.

- Leer un cuento que te haga partir de risa. A mí me los contaba mi abuelo que tenían pedos como truenos y pises como ríos.

-  Jugar al menos una hora con  tus amigos. No quedaba día en que no nos felicitara; la cumplíamos más que de sobra

- Regar el jardín y empaparte como una sopa. (Esta actividad sólo la mandaba en  la época de los calores, nunca en la de los chupiteles)

- Decirle cosas bonitas a la niña que te guste. A mí esto no se me daba bien, pues me azoraba y tartamudeaba. Comenzaba normal, pero al poco se me trababa la lengua y la niña me soltaba: anda, anda, calla y déjalo ya, que sé lo que me quieres decir.  ¡Al menos lo intentaba!

- Dar algún beso a los papas, o al menos a mamá.  Yo los quería mucho y ellos lo sabían, así es que no había necesidad de perder el tiempo. En cambio Noe, a la que quería para novia, no me dejaba.

 Había temporadas en que se ponía repetitivo con el jugar a la cadena cortada en el frontón de pelota o a la pinola donde la boyada.  Y luego… ¡que nunca nos mandaba coger nidos de las ramas altas de los árboles, lo que más nos gustaba!.

Todos nos llevábamos bien. Mi mejor amigo se llamaba Epaminondas. Su  mamá era joven y guapa, pero pobre.  Antes de que lo naciera, estaba triste porque pensaba que no podría dar a su hijo nada que no tuvieran ya los niños del Pueblo del Teso Alto.  Mi mama me dijo que en más de una ocasión  se le escapaba alguna lagrimita que iba a  parar al bolso delantero del mandil o al suelo. Si caía al suelo  se rompía y saltaban cristalitos transparentes en todas las direcciones.

Una mañana se levantó muy contenta. Tan contenta que se puso a bailar con la taza del desayuno. Había descubierto que podría dar a  su hijo  algo que nadie igualaría.  Acumularía todo su amor, haría un montón grande, grande, casi inmenso y  se lo entregaría a su hijo a lo largo de toda la vida. En su interior sonrió porque provocaría la envidia en muchas mamás al tener para él un tesoro tan precioso.

Cerca del mediodía, volvió a perder la sonrisa y regresó la nube de la tristeza. Había caído en la cuenta de que  todas las mamás dan a sus hijos todo su amor que es todo el amor del mundo. Y sus ojos negros se hicieron más negros y brillantes.

Así transcurrieron varios días. Una noche,  como otras muchas, no lograba conciliar el sueño y se tapó la cara con la sábana del osito sonriente. Por su memoria desfilaron historias  que le había contado su abuelo en las largas tardes de invierno, al calor de la lumbre y la luz del candil de carburo, mientras bordaba con delicadeza ositos, flores e ilusiones en sábanas de lino blanco. Y recordó la de aquel  general griego vencedor de mil batallas cuyo nombre, según se entonara,  podía ser  tan sonoro como el repique de campanas del pueblo del Teso Alto la víspera de la fiesta, o el cascabeleo de una piara de ovejas al pasar por la puerta de su casa.  ¡EPAMINONDAS!.  Así se llamaría su hijo. No habría niño con un nombre que pudiera comparársele. Tal fue su alegría y el respingo que dio,  que el osito, medio dormido,  salió corriendo despavorido de la habitación. ¡Menos mal que la puerta de la calle tenía dos vueltas  de llave, si no, de seguro, no habría parado  hasta perderse en el bosque donde duermen los conejos, junto al de las encinas grises!.

Mi mamá también era pobre, joven y guapa. Un poquito menos joven que la de mi amigo Epaminondas, pero igual de buena y más guapa. Él decía que eso era mentira y yo, por no discutir, me callaba. Pero claro que era más guapa!; la más guapa de todos los pueblos del mapa de la imaginación.  De chica la eligieron princesa del país de la fantasía, ¡por algo sería!.  Esto se lo he callado a Epaminondas porque es capaz de enfadarse y dejar de ser amigo mío; ¡pero es verdad!.  Mi mamá también era amiga de la Epaminondas y nunca apostaban a ver cuál era más guapa o más buena. Eran amigas y ya.  Una tarde, en el solano de la puerta de la señora Balbina, cuando se quedaron solas, decidieron que yo también merecía un nombre sonoro, fuerte, varonil y que tampoco tuviera ninguno de los niños del Pueblo del Teso Alto.  Como no conocían a ningún otro general importante, decidieron que  EVARISTO reunía todos los requisitos. No es lo mismo que EPAMINONDAS, pero tampoco está mal.

E. Hernadez